martes, 18 de marzo de 2014

Grasas trans: un temible enemigo de su salud




Autoridades sanitarias de EE. UU. acaban de dar un paso gigante para erradicar estas sustancias.

Cuando el Premio Nobel de Química Paul Sabatier desarrolló a finales de 1890 la química de la hidrogenación en vapores, no sospechaba que su trabajo sería la base para que Wilhelm Normann patentara en 1901 el proceso para convertir aceites líquidos en mantecas sólidas.
Era tal el entusiasmo de este último y la utilidad de las grasas endurecidas en términos alimentarios para el mundo de principios del siglo XX que se la jugó toda para construir una planta en Warrinton (Inglaterra), la cual alcanzaba producciones de cerca de 3.000 toneladas al año, desde el otoño de 1909.
Sin proponérselo, y mientras Procter & Gamble adquiría los derechos en Estados Unidos de la patente de Normann, nacía el gran mercado de las grasas trans unas sustancias químicas que le confieren durabilidad y mejor sabor a alimentos creados de manera artificial, como las margarinas, las papas congeladas y los productos de panadería y pasteleria industrial, por citar algunos. Sustancias que, según se acaba de anunciar, las autoridades sanitarias de EE. UU. están decididas a erradicar por los peligros que representan para la salud.
Cuando comenzó el boom de las grasas trans, todo era éxito porque hasta entonces las grasas provenían de los sebos y los lácteos de animales, que además de descomponerse rápidamente tenían mal sabor (como las grasas de las ballenas, de gran consumo hasta entonces), eran sensiblemente costosas y, por ende, de poca utilidad a nivel industrial. Ahora tenían un reemplazo ‘mejorado’, económico y de fácil producción masiva.
Poco a poco, las grasas vegetales reemplazaron las animales no solo en Estados Unidos sino en casi todos los países occidentales. Hasta 1960, su crecimiento fue imparable. Entre otras razones porque se difundió la idea de que por ser vegetales eran más saludables que las grasas de la mantequilla animal.
Este último argumento, sin embargo, comenzó a flaquear a partir de los años 70, cuando hubo sugerencias científicas de que las grasas trans podrían estar relacionadas con un riesgo mayor de padecer enfermedades de las arterias y el corazón.
Se inició así una batalla a muerte entre los defensores de estas sustancias (se trata de un millonario negocio) y los científicos. Solo en 1988, la ciencia les dio su primer golpe a las grasas trans. En un artículo publicado en el New England Journal of Medicine se demostraba que estas taponaban las arterias con más facilidad que cualquier otra grasa. Sin embargo, la industria alimentaria insistía en que esta relación era consecuencia más del abuso en su consumo que por sus características químicas. Y aunque hubo algunos intentos por controlarlas, solo en 1994 algunas autoridades de salud norteamericanas las relacionaron públicamente con 30.000 muertes anuales en ese país. ¿La razón? Se empezaba a demostrar que las grasas del profesor Normann ponían en riesgo el bienestar del corazón y del cerebro, y también afectaban otros órganos como el hígado, el riñón e incluso la piel. Se comenzaba además a vincular el consumo de las grasas trans con procesos inflamatorios en todo el cuerpo y disfunciones celulares a nivel molecular.
La confrontación no podía ser mayor, al punto de que los máximos expertos en salud pública de EE. UU., como los de Harvard, lanzaban expresiones que en boca de uno de ellos, Dariush Mozaffarian, no podrían ser más dicientes: “Si un hada buena borrara al químico Wilhelm Normann de la historia, solo Europa se ahorraría entre 100.000 y 200.000 infartos cardiacos y accidentes cerebrovasculares cada año”.
¿Por qué son tan malas?
En los animales, en general, abundan las grasas saturadas. Esto en química quiere decir que entre sus átomos de carbono no hay dobles enlaces, razón por la que pueden ser sólidas y sus puntos de fusión, en el momento en que se vuelven líquidas, son más altos.
Por el contrario, las grasas vegetales son insaturadas porque tienen enlaces dobles y triples entre sus átomos de carbono y un punto de fusión menor, por lo que son líquidas, es decir, son aceites. Pero estos pueden volverse saturados si se les inyecta hidrógeno a altas temperaturas (hidrogenación), convirtiéndolos en grasas animales (mantecas sólidas).

El problema es que en esa transformación cambia la configuración de la molécula de la grasa, lo que le permite que flote en la sangre y se pegue directamente a las paredes de las arterias. Esto sistemáticamente las va tapando. También estimulan o activan moléculas relacionadas con la inflamación e incluso con la génesis de tumores.
Se sabe que el primer país en introducir leyes para regular la venta y publicidad de productos con grasas trans fue Dinamarca, que en marzo del 2003 puso el límite del 2 por ciento en productos para consumo humano.
En Estados Unidos, si bien desde julio del 2003 la Agencia de control de alimentos y medicamentos (FDA, por sus siglas en inglés) emitió un reglamento que exigía a los fabricantes la inclusión de contenido de grasas trans en las etiquetas, solo en enero del 2008 se hizo obligatorio para todos los productores de alimentos y permitía marcar como libres de grasas trans a aquellos que demostraran que tenían menos de 0,5 gramos por porción.
Para algunos, este límite seguía siendo absolutamente riesgoso, al punto de que la Asociación Americana de Salud Pública (Apha, sigla en inglés) adoptó nuevas directrices para restringir las grasas trans en los alimentos, al mismo tiempo que promovía la prohibición de la venta de productos con cantidades significativas en establecimientos públicos o lugares con algún control del Estado, como universidades, prisiones y hospitales, entre otros.
Por el mismo camino de la regulación anduvieron muchos países europeos y americanos. Suiza comenzó a legislar desde 2008 e Islandia se ufana de ser el primero que las prohibió totalmente. En Argentina, en el 2006 se exigieron etiquetas específicas y desde el 2010 se pusieron límites. En Brasil, igualmente se han puesto restricciones. En Colombia, la ley de obesidad (1355) instó al Gobierno a pronunciarse al respecto. Fue así como la resolución 2508 del 2012 definió aspectos técnicos sobre etiquetados y niveles de contenido para productos industriales, que no deberían superar los 2 gramos de grasas trans por 100 gramos de materia grasa.
Peor que el tabaco
No obstante todos los esfuerzos, la batalla se ha considerado perdida. La gran presión de la industria alimentaria, los elementos eufemísticos que distorsionan la información contenida en las etiquetas, sumados a la idea de que por ser grasas vegetales son saludables, siguen impactando negativamente en la salud. Para la muestra está que en solo Estados Unidos estas grasas causan cerca de 20.000 infartos y 10.000 eventos cerebrales y renales cada año. Para algunos expertos es una pelea más desigual que la que el mundo emprendió contra el tabaco, con el agravante de que los efectos son más devastadores.
Por esa razón, el mundo vio con buenos ojos el paso valiente y decidido que la semana anterior dio la FDA para eliminar las grasas trans de todos los alimentos y reafirmar que no hay ningún nivel seguro para el consumo humano.
Según la propuesta, que está abierta a sugerencias por 60 días, la cantidad de estas grasas permitida legalmente no deberá superar “lo que científicamente se reconoce como segura”. Esto significa que las empresas que decidan usarlas en sus productos tienen que demostrar científicamente que no son riesgosas. Tarea difícil si se tiene en cuenta que la evidencia demuestra lo contrario y los mismos institutos de salud norteamericanos (NHI, por sus siglas en inglés) y el Centro para el Control de Enfermedades (CDC), de Atlanta, han advertido que no existe ningún nivel seguro para su consumo.
Hoy la industria empieza a ver en los aceites vegetales de soya, canola, ajonjolí, oliva, girasol y maíz la alternativa viable. A la par, la ciencia se esfuerza por mejorar los sabores, consistencia y duración de estos sin afectar la salud.
Para los expertos, esto no es más que el principio del fin de las grasas trans en los alimentos. Para muchos, el más letal de los venenos lentos del último siglo.

Publicado por: El TIEMPO


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